Nosotros, digo, los que hacíamos teatro hace treinta o cuarenta años. Lo queríamos en nuestra adolescencia de estudiantes porque él, Antonin Artaud, significaba desparpajo y romper con una ideología teatral que se aferraba a viejas formas.
No sabíamos que Peter Brook ya lo había intentado, y que otros también habían navegado por las turbias aguas “del loco” con pobres resultados.
Y si lo sabíamos no nos importaba. Artaud fue un norte para todos los actores, también para escritores y otros artistas, pero sobretodo para los que aman el arte de actuar.
Un norte, porque él se atrevió a decir que el actor debía ser como el apestado que hace señas en el medio de la peste.
Un referente, porque insistía, entre otras cosas, en que el teatro debía alejarse de la literatura y debía acercarse al teatro oriental, que en aquellos lejanos tiempos apenas tocaba las costas formales del teatro de sala.
Antonin Artaud, breve biografía
Antonin Artaud, francés, nació a fines del siglo diecinueve, y vivió cincuenta y cuatro años. Allá por mil novecientos veinte se estableció en París. Fue actor y fundador del Théâtre Alfred Jarry.
Habría pasado desapercibido del futuro si no hubiera escrito un libro fundamental:”El teatro y su doble”.
Actuó muy poco. No se sabe en cuántas obras teatrales aplicó su método del “teatro de la crueldad” , aunque se piensa que en ninguna y que esa forma teatral es imposible de realizar.
Anais Nin lo menciona en sus eróticos diarios como uno de los tantos que andaba en los rincones de la marginalidad allá en el Paris de los años 30.
El teatro de Artaud quería romper con la tradición del texto, apoyándose más en las imágenes y menos en la palabra.
El teatro que Antonin imaginaba debía tener un lenguaje propio, no solamente que expresara esas imágenes, sino que posibilitara la construcción de un mundo simbólico específico y propio y que tuviera el valor de comunicar con ese lenguaje historias de la imaginación de los teatristas.
No existiría en ese teatro el dramaturgo, pues no hay texto que representar sino una secuencia de imágenes puras, abstractas, creadas en forma específica para la escena.
Autorretrato de Antonin Artaud
Desde el punto de vista formal ponía el acento en este enfoque, sin embargo algo interesante es que a los actores no los veía como máquinas de este mundo imaginativo, sino como pequeños poetas que representaban sus propios mundos.
Es por eso que decía que el actor debía ser “un atleta del corazón”, algo que muchos actores superficiales han olvidado.
Porque si el actor se expone y es como quiere Artaud: un vidente, un endemoniado, un chaman… el actor ocupa entonces el lugar olvidado del brujo y la escena se transforma en un ritual purificador.
Antonin Artaud y la locura
Nada más ni nada menos proponía este hombre que murió en una celda de locura al igual que muchos pequeños iluminados.
Hoy quedan pocos que lo admiren. Quizá por la imposibilidad de concretar su propuesta o por la exigencia de su visión, o porque el teatro que intentó inventar se llamó “de la crueldad” y exige cierto renunciamiento al ego que pocos quieren cultivar.
Sin embargo quien alguna vez lo quiso, hoy lo sigue queriendo, quien alguna vez amó la teoría que ponía al actor en el centro de la escena, esa que proponía manipular las energías para producir un cambio en el espíritu de los unos y los otros, lo sigue admirando.
Cada tanto tomo el libro de Antonin, releo algunas frases sueltas… recuerdo esos espectáculos que alguna vez me transformaron para siempre y que siguen titilando en mi conciencia aun después de muchos años…
Me doy cuenta de que el teatro que transforma, ese que queda para siempre en nosotros, tiene un ingrediente de los que hablaba Antonin Artaud, quien, sin saberlo, dijo dos o tres cosas eternas.
Vale una vida sólo para eso, para decir esas dos o tres cosas que generaciones posteriores utilizarán como norte.
Artaud seguramente murió sin saber que su librito iba a marcar historia, la historia verdadera, marcas que quedan en el corazón (atlético o no) de todos los que amamos el teatro.
Qué bueno sería encontrarlo aquí o allá, en la eternidad de alguna luz parpadeante y decirle que su sufrimiento no fue en vano.
Y que lo queríamos tanto.
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